El último regalo
Pasó un
tiempo en que todo el mundo te preguntaba si ya eras abuelo... ¿Abuelo...? sólo
la palabra te daba miedo. Abuelo significaba para un cincuentón, sobreviviente
de la segunda crisis vital y temeroso de no superar la tercera, la antesala de
la esquela en ABC, el título postrero desde aquellos lejanos y entrañables
“nieto”, “sobrino”, “ahijado”... pero cuando te apeaste de la dulzura e informalidad
de la nominación “hijo” para auparte en la formal de “padre”; cuando dejaste de
ser el hijo de... para ser el padre de... es cuando la comedia se
convirtió para ti en drama, pero, claro, entonces no te diste cuenta con tanta
novedad por delante, con tanto ego y tanta piel sobresaltados, y hasta te
consideraste importante, señor de la vida; es la trampa, la gran estafa, la
jugada que la Providencia te tenía preparada... Sí, era lo que tú pensabas
entonces con toda certeza en un momento en que ya empezabas a contar lo que te
restaba de camino, fallecidos tus padres y, por ello, colocado en el filo del
abismo... “¿Abuelo?”, qué horror, ni pensarlo”, contestabas a los preguntones.
Pero la
Providencia seguiría jugando contigo en su tablero de la vida y, sin que
contaras con ello, a uno de tus hijos le da por caer -inocente e incauto- en la
trampa de traspasar el límite fatal, pasar de “hijo” a “padre”, sin tener en
cuenta que habrá víctimas colaterales, o sea, tú, el padre de los padres, el
que milagrosamente ha sobrevivido a la crisis de los sesenta..., porque ¿los
cuarenta, crisis...? qué tontería”, el gran hándicap tardaría veinte años en
llegar cuando el primer nieto te anuncie, sin mirarte siquiera, que para ti no
trae ningún pan, sino la proclamación
formal y definitiva de tu último estado y penúltimo escalón...
Y con
esa desconfianza miras al causante de tu “ascenso” cuando visitas Maternidad...
“Abuelo, madre mía”, dices para tus adentros, y
te acercas para darle un beso al recién nacido con cara de incrédulo,
como si no tuvieras nada que ver con aquel pequeño sujeto llorón o dormilón. Y
con esa sensación irás a verlo cuando la abuela te empuja a la visita después
de mirarte en el espejo y repetirle a tu otro yo: “Abuelo... qué habré hecho yo
para que esta máquina vaya tan ligera”. Y lo peor es que a pesar de que te
dijiste mil veces que no te verían por tu barrio empujando un cochecito de
bebé, hasta llegas a ser un experto conductor, después de vencer la manía de
mirar a todos sitios por si te están contemplando en tan caduca actividad...
“¿Qué? ¿Vamos con el nieto, no? Tierra trágame, lamentarás para tus adentros
porque, de viejo, con quien más habla uno es consigo mismo.
Y así
pasan los primeros meses y hasta el primer año, pero allá por la segunda
Navidad, cuando la criatura balbucea sus primeras ideas y da sus iniciales
pasos sobre el suelo que ha de soportarlo todos los días de su vida, ocurre el
prodigio: tu nietecito anda hacia tí llamándote “Abu” y, ¡madre mía!, te da un
abrazo y suelta en tu rostro, reseco y tal vez mal afeitado, un beso...
entonces te das cuenta que eso que hemos estado llamando Providencia
sigue con su partida y te deja ganar este lance para que sientas una nueva
sensación tan pura, tan blanda, tan angelical, tan de verdad..., como un
salvavidas para el tiempo que te espera.
De
súbito a la palabra abuelo se le ha caído la mitad de su peso, justo la
parte que tanto te molestaba sin saberlo, y con ella el chirriar de su sonido
dejándola en un maravilloso nombramiento: “abu...”, y te das cuenta de que sabe
mejor que todo lo que te han llamado en tu existencia, y que ese abrazo, ese
beso, es lo más hermoso que la vida te tenía reservado. ¡Ah, la Providencia,
qué bien juega con nosotros cuando nos da la oportunidad de seguir en la
partida y en este estado hasta el último movimiento.
Ángel Vela Nieto
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