viernes, 29 de noviembre de 2013

EL DEDO DE RODRIGO


El último regalo

         Pasó un tiempo en que todo el mundo te preguntaba si ya eras abuelo... ¿Abuelo...? sólo la palabra te daba miedo. Abuelo significaba para un cincuentón, sobreviviente de la segunda crisis vital y temeroso de no superar la tercera, la antesala de la esquela en ABC, el título postrero desde aquellos lejanos y entrañables “nieto”, “sobrino”, “ahijado”... pero cuando te apeaste de la dulzura e informalidad de la nominación “hijo” para auparte en la formal de “padre”; cuando dejaste de ser el hijo de... para ser el padre de... es cuando la comedia se convirtió para ti en drama, pero, claro, entonces no te diste cuenta con tanta novedad por delante, con tanto ego y tanta piel sobresaltados, y hasta te consideraste importante, señor de la vida; es la trampa, la gran estafa, la jugada que la Providencia te tenía preparada... Sí, era lo que tú pensabas entonces con toda certeza en un momento en que ya empezabas a contar lo que te restaba de camino, fallecidos tus padres y, por ello, colocado en el filo del abismo... “¿Abuelo?”, qué horror, ni pensarlo”, contestabas a los preguntones.

         Pero la Providencia seguiría jugando contigo en su tablero de la vida y, sin que contaras con ello, a uno de tus hijos le da por caer -inocente e incauto- en la trampa de traspasar el límite fatal, pasar de “hijo” a “padre”, sin tener en cuenta que habrá víctimas colaterales, o sea, tú, el padre de los padres, el que milagrosamente ha sobrevivido a la crisis de los sesenta..., porque ¿los cuarenta, crisis...? qué tontería”, el gran hándicap tardaría veinte años en llegar cuando el primer nieto te anuncie, sin mirarte siquiera, que para ti no trae ningún pan, sino  la proclamación formal y definitiva de tu último estado y penúltimo escalón...

         Y con esa desconfianza miras al causante de tu “ascenso” cuando visitas Maternidad... “Abuelo, madre mía”, dices para tus adentros, y  te acercas para darle un beso al recién nacido con cara de incrédulo, como si no tuvieras nada que ver con aquel pequeño sujeto llorón o dormilón. Y con esa sensación irás a verlo cuando la abuela te empuja a la visita después de mirarte en el espejo y repetirle a tu otro yo: “Abuelo... qué habré hecho yo para que esta máquina vaya tan ligera”. Y lo peor es que a pesar de que te dijiste mil veces que no te verían por tu barrio empujando un cochecito de bebé, hasta llegas a ser un experto conductor, después de vencer la manía de mirar a todos sitios por si te están contemplando en tan caduca actividad... “¿Qué? ¿Vamos con el nieto, no? Tierra trágame, lamentarás para tus adentros porque, de viejo, con quien más habla uno es consigo mismo.

         Y así pasan los primeros meses y hasta el primer año, pero allá por la segunda Navidad, cuando la criatura balbucea sus primeras ideas y da sus iniciales pasos sobre el suelo que ha de soportarlo todos los días de su vida, ocurre el prodigio: tu nietecito anda hacia tí llamándote “Abu” y, ¡madre mía!, te da un abrazo y suelta en tu rostro, reseco y tal vez mal afeitado, un beso... entonces te das cuenta que eso que hemos estado llamando Providencia sigue con su partida y te deja ganar este lance para que sientas una nueva sensación tan pura, tan blanda, tan angelical, tan de verdad..., como un salvavidas para el tiempo que te espera.

         De súbito a la palabra abuelo se le ha caído la mitad de su peso, justo la parte que tanto te molestaba sin saberlo, y con ella el chirriar de su sonido dejándola en un maravilloso nombramiento: “abu...”, y te das cuenta de que sabe mejor que todo lo que te han llamado en tu existencia, y que ese abrazo, ese beso, es lo más hermoso que la vida te tenía reservado. ¡Ah, la Providencia, qué bien juega con nosotros cuando nos da la oportunidad de seguir en la partida y en este estado hasta el último movimiento.


Ángel Vela Nieto
         

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