Nacer de barro
La mujer de
Juan, el alfarero, se había puesto de parto. Era entonces Triana, primeros años
de los cuarenta, o sea, de la que resultaría interminable posguerra, un tejar
infinito, una sucesión de hornos y mantillos, de atardecidas de cielo ahumado,
de jornaleros de negra faja salpicada de sol a sol, de humedad y fiambreras. El
tejar donde el joven Juan laboraba en su torno, convirtiendo con sus manos
siempre mojadas pellas de barro en tejas y macetas, estaba situado en la
llamada Cava de los civiles, frente al colegio de las monjas -su comedor y su
reloj público- a escasos metros del cuartel del “todo por la patria”, que había
dado nombre a esa mitad de la calle Pagés del Corro; era el tejar de Ana
Galocha, miembro de una familia dedicada desde varias generaciones atrás al
mundo alfar.
El tejar se
situaba al fondo de un profundo solar limitado por los muros de las casas
paredañas, el corral del Cura y una casa de vecinos, el número 5. La vivienda
del maestro del tejar era allí la única existente, modestísimo y alzado habitáculo
de una sola habitación a la que se accedía ascendiendo por unas escalerillas
metálicas que se decía había llegado del desguace de un barco noble… sí, de un
yate que había pertenecido a la Casa Real, nada menos. Lo cierto es que la
mujer del alfarero se había puesto de parto; no era la primera vez, tenía ya una
hija; para Juan era su quinto vástago. Y es que ambos se habían unido después
de enviudar, así que cuando se casaron ya llevaban una prole bien sonora. Pero
el que llamaba a la puerta del mundo era el primero del matrimonio. Se hacía la
noche de un julio sofocante y decidieron, para alejar a los niños del “espectáculo”,
bajar a la parturienta al mantillo al abrigo de la boca de un horno viejo e inutilizado
después de depositar una carga de virutas, colocar encima el colchón y cercar
el urgente “paritorio” con unas sábanas.
Al mantillo –espacio
terrizo, ancho y llano, donde se soleaban las piezas elaboradas- daba la
trasera del telón del cine Avenida con su imagen traslúcida de fantasmagorías y
sus voces y músicas atrayentes y benefactoras, era la señal de que el mundo
continuaba su camino ajeno a “la película” que se empezaba a rodar tan cerca.
Avisada la matrona y la mejor amiga de la pronta mamá, una vecina esposa de un
capataz cofradiero íntimo del alfarero, el nuevo trianero llegó entre las dos
funciones del Avenida, así que lo primero que escuchó, amén de su propio
llanto, fue la sintonía del NO-DO y, enseguida, la fresca voz de Sarita Montiel
que, con dieciséis años –de ella era la película que aquella noche se
proyectaba-, se iniciaba como actriz cinematográfica, un debut para otro
“debut”. Los cinco niños de la casa durmieron esa noche sobresaltados por tanto
trajín, y madre y recién nacido pasaron juntos la noche envueltos en un confuso
sueño bajo todas las estrellas.
Aquel recién nacido, tan de Belén de
barro, traía su mensaje divino: de cómo con amor pueden convivir, como
verdaderos hermanos, hijos de tres matrimonios distintos en una habitación
partida en dos. Esperaba a la mamá la pesadilla de tener que cuidar a un bebé
atendiendo a cinco niños más y en circunstancias poco amigas, pero quien
pensaba en eso...
Ángel Vela
Nieto
Que bien documentao stas ange,sobre to de tu TRIANA,no pue acui a la pregentacion de tu urtimo libro,ya nos veremos,(que no son faltas de ortografía,es que asi se hablaba antiguamente, en ANDALUZ. un saludo.
ResponderEliminarEn el tejar de los Galocha se crió mi bisabuela, a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Esa familia la adoptó de la Casa Cuna, uno de sus hermanastros se llamaba Eduardo Galocha. Saludos.
ResponderEliminarLos Galochas, desde muy antiguo, tuvieron tejares en Triana. En éste del que hablo sólo hubo una vivienda hasta que se convirtió en garage en 1950.
ResponderEliminarPues la niña adoptada por los Galocha, fíjese que curioso, se casó con un guardia civil del cuartel de allí, de la Cava de los Civiles, que la veía pasar por delante cuando estaba de guardia en la puerta y le decía piropos, le hablo de 1907 aproximadamente.
ResponderEliminarToda una historia la que nos cuenta. Yo conocí los últimos años del tejar de Ana Galocha hasta que en 1950 se convirtió en talleres y garajes.
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