domingo, 11 de agosto de 2013

EL DEDO DE RODRIGO



     Antonio Milla y El Perlo


Están entre los pocos amigos mayores que restan de la rica nómina de la que alimenté mi curiosidad y conocimientos. La relación de los que me están esperando es ya demasiado larga y dolorosa. Y ahora que estoy entre los de más edad en mis reuniones echo de menos a mis maestros -tantos- con los que compartí jornadas esplendorosas con un café o una copa de Canasta dejando sabores por medio en cualquier bar de Triana, que entonces los bares ejercían de aulas de la policultura del pueblo, gracias a que sólo había dos canales de televisión. Recuerdo, por ejemplo, la mesa marmórea de café clásico, estilo “La colmena”, de Casa Cuesta en tarde-noche de viernes, aquella redacción apócrifa, tantas veces referida, de la revista “Triana” cuando discurrían, lentos y sabrosos, los últimos ochenta y primeros noventa: Macías, Santiago, Pacheco, Armando, Manolo Albenca… cuánta Triana perdida.

Y es por esa necesidad de su cátedra que aprecio la amistad de mis amigos del epígrafe, Milla y El Perlo. No recuerdo ahora a qué nivel se han tratado; seguro que coincidieron algún día en el bar El Ancla, aunque puede afirmarse que existe entre ambos respeto y admiración proviniendo de mundos tan distintos: Antonio Milla, de la docencia y la pintura; El Perlo, del cante y los versos; al fin, desembocan en el infinito océano del Arte. Los dos andan con los noventa a la vista; tanta vida, tanta experiencia, tanto que enseñarnos para evitar tropiezos y hacernos más ricos en las tertulias que es ya nuestro único escenario para la presunción.

Al hijo de La Perla, aquella mítica cantaora, amiga y compañera de La Niña de los Peines, su comadre porque ella bautizó a Eugenio Carrasco Morales el cantaor para el que se inventó el impensado masculino El Perlo; a este gitano cabal, marca “Triana”, se le tributó hace unos meses un emotivo homenaje en el Teatro Lope de Vega porque, a más de merecerlo, se encontraba bajo de resistencia, con achaques sobre otros viejos achaques que iban mermando sus ansias de vivir. Ya contamos aquí cómo, con su edad, mantenía la ilusión de acudir a los concursos literarios sin haber ganado ni uno solo. Pero ese empuje juvenil se fue apagando y apenas le restan fuerzas para que un taxi lo lleve a Triana a ver a sus amigos. Y así estamos, faltos de sus anécdotas, triunfos y penas, que las tuvo y no pocas.

Antonio Milla es un ejemplo idéntico de ilusión, de coraje, de querer ser el que siempre fue: un proyecto pendiente, una exposición en ciernes, un encuentro inesperado y milagroso; la vida de Antonio está ilustrada de estos encuentros providenciales de los que tanto disfrutaba contándolos como hechos inauditos. Luchó con innumerables contratiempos de salud a los que venció con un arma nada secreta: la ilusión de seguir disfrutando del modelo de vida que creó a su medida para ser feliz y transmitir ese raro estado a sus próximos prójimos. Su voz, a través del teléfono, no es la suya, es la del diestro que se creía invencible pero que está ante un morlaco imposible. Y Milla siempre fue el tono de su voz, su optimismo y su risa sorprendida.

Cuando esto escribo es noche de sábado y aún conservo fresco el eco de los amigos que, a pesar de agosto, han enhebrado sus palabras compadres ante la barra de El Ancla, el pequeño gran cenáculo donde estamos esperando que aparezcan, aunque sea en una tregua de la enfermedad que los secuestra.



Ángel Vela Nieto    

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