Antonio
Milla y El Perlo
Están entre los pocos amigos mayores
que restan de la rica nómina de la que alimenté mi curiosidad y conocimientos.
La relación de los que me están esperando es ya demasiado larga y dolorosa. Y ahora
que estoy entre los de más edad en mis reuniones echo de menos a mis maestros
-tantos- con los que compartí jornadas esplendorosas con un café o una copa de Canasta dejando sabores por medio en
cualquier bar de Triana, que entonces los bares ejercían de aulas de la policultura del pueblo, gracias a que
sólo había dos canales de televisión. Recuerdo, por ejemplo, la mesa marmórea
de café clásico, estilo “La colmena”, de Casa
Cuesta en tarde-noche de viernes, aquella redacción apócrifa, tantas veces referida, de la revista “Triana” cuando
discurrían, lentos y sabrosos, los últimos ochenta y primeros noventa: Macías,
Santiago, Pacheco, Armando, Manolo Albenca… cuánta Triana perdida.
Y es por esa necesidad de su cátedra
que aprecio la amistad de mis amigos del epígrafe, Milla y El Perlo. No recuerdo ahora a qué nivel se han tratado; seguro
que coincidieron algún día en el bar El
Ancla, aunque puede afirmarse que existe entre ambos respeto y admiración proviniendo
de mundos tan distintos: Antonio Milla, de la docencia y la pintura; El Perlo,
del cante y los versos; al fin, desembocan en el infinito océano del Arte. Los
dos andan con los noventa a la vista; tanta vida, tanta experiencia, tanto que
enseñarnos para evitar tropiezos y hacernos más ricos en las tertulias que es
ya nuestro único escenario para la presunción.
Al hijo de La Perla, aquella mítica
cantaora, amiga y compañera de La Niña de los Peines, su comadre
porque ella bautizó a Eugenio Carrasco Morales el cantaor para el que se
inventó el impensado masculino El Perlo; a este gitano cabal, marca “Triana”,
se le tributó hace unos meses un emotivo homenaje en el Teatro Lope de Vega
porque, a más de merecerlo, se encontraba bajo de resistencia, con achaques
sobre otros viejos achaques que iban mermando sus ansias de vivir. Ya contamos
aquí cómo, con su edad, mantenía la ilusión de acudir a los concursos
literarios sin haber ganado ni uno solo. Pero ese empuje juvenil se fue apagando
y apenas le restan fuerzas para que un taxi lo lleve a Triana a ver a sus
amigos. Y así estamos, faltos de sus anécdotas, triunfos y penas, que las tuvo
y no pocas.
Antonio Milla es un ejemplo idéntico
de ilusión, de coraje, de querer ser el que siempre fue: un proyecto pendiente,
una exposición en ciernes, un encuentro inesperado y milagroso; la vida de
Antonio está ilustrada de estos encuentros providenciales de los que tanto
disfrutaba contándolos como hechos inauditos. Luchó con innumerables
contratiempos de salud a los que venció con un arma nada secreta: la ilusión de
seguir disfrutando del modelo de vida que creó a su medida para ser feliz y
transmitir ese raro estado a sus próximos prójimos. Su voz, a través del
teléfono, no es la suya, es la del diestro que se creía invencible pero que
está ante un morlaco imposible. Y Milla siempre fue el tono de su voz, su
optimismo y su risa sorprendida.
Cuando esto escribo es noche de
sábado y aún conservo fresco el eco de los amigos que, a pesar de agosto, han
enhebrado sus palabras compadres ante la barra de El Ancla, el pequeño gran
cenáculo donde estamos esperando que aparezcan, aunque sea en una tregua de la
enfermedad que los secuestra.
Ángel Vela Nieto
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