Manolo Pacheco
Ahora que
contemplar una foto puede causarte daño; ahora que hay más ausencia que
presencia en un grupo sonriente y joven; ahora que es mejor dejar el blanco y
negro idealizado en la memoria estando, como estamos, ante el resplandor de la
Velá cuando toda Triana se reviste de pueblo contento de serlo, cateto y sabio,
de camisa blanca y falda ilusionada relucientes como el mismo puente ya
engalanado, como la lámina quieta del río a la espera de los héroes de la
cucaña… ahora que pesa la nostalgia como pesan los dulces sueños que no podemos
retener al despertar… recordamos a los amigos que alcanzaron el Mar y nos
dejaron aquí navegando a contracorriente apenas sin fuerzas ya.
La Velá de
hace veinte años fue la última que disfrutó el inolvidable Manolo Pacheco,
compañero en aquella “redacción” de mármol de Casa Cuesta sobre la que se
componía, página a página, las revista “Triana”, último destello romántico de
un barrio que se deshacía en cada trianero viejo. Cuánto echamos de menos a
Manolo Pacheco, y cuánto necesita Triana su mirada enamorada contemplándola en
los atardeceres desde la otra orilla hasta que el Padre Creador, en el que
depositó tanta fe, lo cubría en una ceremonia de luces bajo la misma capa de
arrebol… “Va la tarde perdiéndose en el
juego/ de la luz y la sombra. Ya se asoma/ por el pretil del patio una paloma/
fugitiva del sol y de su fuego…”. Sólo Emilio Jiménez pudo cantar como él a
Triana sirviéndose de la ajustada armonía del soneto, su instrumento preferido.
Tengo
delante una carta de Manolo escrita en 1983 (treinta años, ya), corrían
entonces malos vientos ante la Cruz de San Jacinto y él nos daba ánimos… “Triana
se muere, desaparece. Será pronto un recuerdo. Es la manifestación fatalista de
muchos trianeros, de muchos sevillanos. Y yo, trianero hasta más allá de la
muerte, física y psíquicamente trianero, una gran herencia que recibí de mis
padres, puedo asegurar a todos los pesimistas, a los pasivos, a los
apocalípticos, a los tristes conformistas que Triana, el barrio más famoso del
mundo, no morirá, no desaparecerá jamás…”. Era así de apasionado, así su
entrega. Y puede resumirse en este párrafo el legado espiritual de Manolo
Pacheco. Leyéndolo, resuena poderoso en mi mente el eco de su voz rotunda, que
hasta en eso me recordaba a Fernando Fernán Gómez, y lo veo, siempre sonriente,
como un D´Artagnan entre aquellos mosqueteros que en Triana eran muchos más que
tres o cuatro, esos amigos tan importantes, tan maestros, con los que me
juntaba –joven y recién estrenado como padre- las tardes de los viernes con una
copita de “Canasta” entre un mar de papeles, semillas del siguiente número de
nuestra revista.
Tuve la
suerte de acercarlo al ilusionado grupo y de eso salimos todos ganando, porque
ante el papel no sólo sabía puntuar las íes, sino que pasaba del verso más
sentido y perfecto a la prosa con chispa e ingenio. Rimaba lo profundo,
resumían trascendencia sus versos; se destornillaba el engranaje de su
gramática cuando por versatilidad y guasa socarrona, jugaba a ser el cómico de
la “redacción” con artículos que parecían destinados a “La Codorniz”. Así era
su sal y así era su sangre. Y este es el valor que perdimos.
Estará con
nosotros en el Hotel Triana, la noche mágica del pregón, cuando vuelven todos
los que conformaron el mapa de pureza de un lugar eterno.
Ángel Vela Nieto.
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