Rocieros de infantería
Va de
recuerdos. Pongamos como fecha los años cincuenta que igual que en los cuarenta
varió la vida muy poquito desde el primero al último año de la década; el mismo
gris y las mismas carencias. Fueron los años de mi niñez, mi patria (“la
infancia es la patria del hombre”, sentenció un poeta). Y Triana, mi patria
física, era todavía un pueblo cercado en su forma de arco de amplios espacios
abiertos para el disfrute de los niños, y unas costumbres festivas de siglos
para que los mayores se olvidaran, siquiera por unos días, de esas estrecheces
que he mencionado y poner un poco de color a sus vidas.
Estaban la comitiva
de los Reyes del Ateneo, la Semana Santa y la Feria, aunque ésta sólo diera
para un paseo hasta el Prado de San Sebastián para contemplar la diversión ajena
como si fuera propia. Y lucían las Cruces de Mayo, más asequibles y
disfrutables; la salida en procesión de alguna imagen de gloria que favorecía
el paseo por el barrio e invitaba a la cervecita –sólo una- en la calle San
Jacinto o el Altozano… y el Rocío. ¡Ah, el Rocío!, una fiesta para todos porque
se partía en dos, el Rocío de caballería (a
caballo o “transporte”) y la siempre fiel
infantería acuartelada y con día de permiso. Los primeros eran los principales
protagonistas, los que podían presumir de circunstancias
que les permitían embutir las carnes en el distinguido uniforme y desahogar su
buena suerte rociando sus coplas
desde el estruendo del primer cohete de salida del Simpecado.
¿Y quiénes
iban a ser los de la infantería
acuartelada en día (o mañana) de permiso”?, pues los que se tenían que
conformar con el espectáculo de ver pasar a los primeros, los afortunados, los
rocieros de galones, cuyo Rocío llegaba adonde tenía que llegar, mucho más allá
del Patrocinio o de la Pañoleta, y a los que no volveríamos a ver en una
semana. De niño y algo mayor viví este tiempo rociero reducido a la
contemplación de la salida y el regreso, o sea, en plena infantería cuartelera.
Estaba, como la mayoría de los trianeros de los corrales, en mi función de activo
animador de la rutilante maravilla; incrustado en la masa en un apretado tramo
de acera de San Jorge o Castilla, aplaudiendo a los protagonistas de caballería y transportes, admirado de
tanta gracia en los adornos de las carretas y en la belleza de las muchachas
ataviadas como la Virgen de la romería mandaba, explosivas en su gracia y en
sus cantes. No faltaban rostros de cine, estrellas deslumbrantes con la
jerarquía de sus palillos repicando y que sólo volvían a su barrio en esa
fecha, lo que alimentaba la curiosidad. Y recuerdo que los chiquillos los
acompañábamos hasta los límites patrios, el que marcaba la capilla del
Cachorro.
Los
presumidos, que los había como es natural, podían, mientras sujetaban al
animal, soltar las riendas de todas sus ansias de verse como galanes del cine,
admirados, envidiados y hasta aplaudidos por tantos vecinos encendidos y
conocidos en su mayoría. Los de mi patio siempre fuimos de infantería, de la clac, que una vez pasada la ola de
colores volvíamos al marengo y al cinc del corral, pero con la esperanza de que
en una semana el espectáculo -gratuito- se repetía en la tarde-noche por los
mismos escenarios. Sólo que sabíamos que algunos de los cruzados regresarían
pareciendo soldados de un ejército en retirada. Y así hasta el último cohete,
porque parece inimaginable el Rocío sin cohetes…
Pues nada,
otra cervecita en el Cañaveral y para el cuartel
o el cine de verano… Y que viva el Rocío, la fiesta para todos los “cuerpos”
militantes.
Ángel Vela Nieto
La esencia, el sentimiento, la memoria de los recuerdos...plasmado en el texto con hermosura, gracia, belleza...y podría seguir, pero lo voy a resumir, con tu permiso, Ángel:
ResponderEliminarHas descrito fielmente a nuestra ¡TRIANA!
¡VIVA TRIANA Y SEVILLA!
Una década más tarde, a mediados de los sesenta, yo andaba por allí cerquita, porqué nací y vivía en frente de Payán. Para el niño que no quiero dejar de ser el paso de las carretas era un tiempo muy desconcertante: quería formar parte de la fiesta, igual que todos mis vecinos, regimiento de infantería Castilla 65 (ahora 55), que bajaba a la puerta a disfrutar, como tan bien narras, pero los cohetes me daban un miedo horroroso y acababa casi siempre escondido debajo de la cama. Y mi madre que ya por entonces me animaba: qué tipo tiene mi niño, cuando seas mayor, tú torero, que en la plaza no tiran cohetes. Ole.
ResponderEliminarHace tiempo que me "licencié", pero el Rocío en Triana siempre tendrá esa doble manera de sentir la fiesta. Y se respira una sensación de vacío en el barrio durante los días de la romería; parece que todo, o gran parte, se paraliza... Todo queda para cuando pase el Rocío como si la ciudad entera se trasladara a la aldea...
ResponderEliminarGracias como siempre, Mari Carmen -me gustaría saber de dónde sacas el tiempo para darte tanto a los demás-. Y mi joven y prometedor amigo Rafael: Hay una película que me gusta mucha que se titula "El guardían del Paraiso, de Fernán Gómez; en una escena sentencia un personaje muy taurino (Antonio Riquelme): "Donde se ponga un toro que se quite to er mundo...". Pues donde se ponga un cohete que se quite el toro..., digo yo.
Pues repartiendo mi tiempo, buscando el hueco, intentando aportar cosillas...si se tiene voluntad, nada nuevo, Ángel.
EliminarGracias a tí.
Saludos desde Gines.